Sunday, November 13, 2005

El romanticismo

Oyendo la novena sinfonía de Beethoven uno no encuentra el por qué de su nombre “el Himno a la Alegría” hasta quizá el final, el cuarto movimiento, más bien la obra es un altar erigido a la rabia, a la desesperación, a la cólera adosada a la belleza. La cólera de un sordo en guerra contra el mundo y la expresión de su resentimiento punitivo, el paroxismo de un aislado en su universo acústico, un paranoico genial; la alegría es un sentimiento muy poco artístico a pesar de sus escarceos épicos en torno a los paroxismos de momentos sublimes, en torno al nacionalismo ruso o al pastiche “Verdiano-Garibaldiano” de la Italia sometida a los Imperios; éxtasis del triunfo de los pueblos que fingen estar unidos en torno a ideas comunes que en el fondo no son, sino pretextos para cambiar de amo. Emparentada de lejos con la alegría, la felicidad es sin embargo un canto a la serenidad y a la clarividencia de la ausencia de esperanzas, a la aceptación de la ausencia de alternativas; por eso el romanticismo es una época disoluta y el barroco una época teológica y de culto a la matemática y al positivismo de la combinatoria. Bach es a Dios lo que Beethoven y todos los románticos a la sífilis. Si Beethoven- no hubiera sido músico seguramente hubiera sido un criminal en serie. Chopin un revolucionario trasnochado de una Polonia insalvable, Tchaikovsky un vendedor ambulante, Verdi un maestro de rondalla folklórica.
Dadme un medio de expresión y transformaré un criminal en un bienhechor de la humanidad.

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